
Estudio de Siri Hustvedt en Brooklyn
Escribe. Como una orden. Esa fue la única recomendación que me dio el doctor. Si sabes escribir, escribe. Más literatura y menos serotonina. “Escribe para encontrar cómo salir de ésto”. “Lee, escribe, concéntrate”.
“Cáncer de páncreas con metástasis en hígado y pulmón” Hay diagnósticos que no necesitan más explicación. Certera y puntual, con la guadaña en alto, ahí estaba la santa compaña. “El cáncer hoy se cura” decían los amigos. El cáncer se cura muchas veces. Pero muchas otras se te lleva por delante.
No recuerdo el instante previo a la sentencia. Solo sé que no me pilló desprevenida. “La información es poder”. La información acumulada me había preparado: aquella enfermedad no era de quita y pon. Ese cáncer me iba a dejar sola.
Escribir. Durante meses fue imposible. No era tan difícil escribir como describir. Los sentimientos se acumulaban, las huidas, las horas pasaban ante un ordenador vacío. Nada qué decir.
Por que durante demasiado tiempo la pena y el dolor desconciertan. Desconciertan porque no son lo que te esperas. Esperas lágrimas y no llegan.
La muerte aceptada. La muerte de tus padres. Cuando mi padre murió desencadenó todo un torrente de recuerdos. De frases no dichas o de historias contadas a medias. La sensación de soledad de un niño abandonado. Pero la muerte esperada no cambia la vida. Sigue el curso normal de los acontecimientos. Desde que Lucy miró las estrellas, los hijos entierran a los padres. Cumples con el deber ancestral de acompañar a tus progenitores en sus últimos momentos. Eso si en el hospital te dejan acariciarlos por última vez, besarlos cuando ya están fríos.
Recuerdo que cuando murió mi padre, salí a pasear con un amiga por las cercanías de un puerto. Habíamos decidido pasar unos días en las playas del norte. El olor a salitre era penetrante, el viento azotaba la cresta de las olas y gotas de espuma daban al aire una consistencia irreal.
“Siento que al perder a mi padre acabo de perder a una de las dos personas que va a ser capaz de amarme incondicionalmente”
Seguimos caminando durante horas, pero la sorprendente revelación se iba asentando en mi mente cada vez con un peso mayor. Es cierto que el amor de nuestros progenitores no será el único que conoceremos, pero sí que será el único que recibiremos a cambio de nada.
Escribe.
La única manera de aprender a escribir es leer.
Boris Pasternak escribe al iniciar su primera autobiografía: “El principio del mes de abril sorprendió a Moscú con el estupor blanco del invierno. Al séptimo día, la primavera volvió a intentarlo y en el catorce día del mes , cuando Mayakovsky decidió quitarse la vida, no todo el mundo estaba acostumbrado a ella”.
O se sabe o no se sabe. Boris Pasternak sabía escribir. Vaya obviedad.
La figura de Boris Pasternak estará siempre relacionada con el libro de tapas verdes que teníamos en la estantería de casa: “Doctor Zhivago”. Para muchos la película de David Lean es el único Zhivago que conocerán nunca. Para mi siempre será el libro verde que leía mi madre. El rojo eran las obras completas de Stefan Zweig y el marrón las de Somerset Maugham...
Virgina Wolff recomendaba leer poesía antes de escribir. Como si los versos pudiesen desgarrar el velo pesado y obtuso de la mente. Como si los poemas te dejarán ver a través del espejo de Alicia. Virgina y su habitación. Parece mentira como la reivindicación de un espacio propio diera lugar a una revolución. Las habitaciones propias y privadas eran posibles en el mundo de la Wolff, en las aburguesadas casas del grupo del Bloomsbury en Russell Square. Hoy uno de los lugares más caros de Londres, donde se mezclan los Rolls Royce con las bicicletas Brompton. Hoy en día tener una habitación, un lugar único para uno sólo, es casi imposible. El espacio privado no existe. Nuestras vidas se reducen a compartir transporte público, viviendas pequeñas, coches minúsculos. ¿Dónde encontrar el propio espacio? En los adosados de las afueras de las grandes ciudades. Pero, ¿quién es capaz de escribir algo decente en un adosado?
Siri Hustdvedt, en cambio, tiene una habitación en Brooklyn.

Rumi, el poeta Sufí, dejó dicho en alguno de sus poemas “no vuelvas la vista atrás. Continua mirando hacia el lugar oscuro. Es por ese sitio por dónde la luz va a volver de nuevo” . Algo parecido explicaba Christiane Singer en su libro “Ou cours toi, tu ne ce pas que l’amour est on toi?”. La escritora de Marsella, también derrotada por un cáncer este año 2008, explicaba en este sentido las crisis personales tan boga en los tiempos que corren.
La tentación de volver atrás, de quedarse encallado es enorme. Seguramente al ser incapaz de comprender hasta qué punto la muerte, la desaparición de un ser amado puede llegar a afectarte, a veces es más cómoda la tristeza que la entereza.
Ah! el victimismo. Cuántas veces hemos observado con desdén a los que quejan…..
Todos tenemos nuestros propios lugares oscuros. “El lado oscuro de la fuerza” del maestro Yoda. Siri dice en su libro Of the Wounded Self que “ no puedo recordar desde cuándo llevo dentro de mi la sensación de estar herida…el dolor en el pecho, débil o fuerte, ha sido una constante en mi vida”. Ella lo ha escrito. José María Gironella también dejó escrito que su alma estaba “rozada por el dedo de Dios”. Atormentada para siempre. Cualquiera puede reconocerse en estas frases.
“Llevo tiempo bastante aterrorizada por mis profundidades” dice Siri. “Siempre he creído que hay una parte inconsciente que vive una vida mucho más intensa que nuestro yo consciente, por ello cuándo encuentro historias que se acercan a ese punto (como es el caso de la histérica Augustine del hospital de París de la Salpiètre) lo encuentro francamente angustioso”. Siri Hustdvetd que para muchos sería una persona afortunada, lleva en sí misma, encerrada por “llaves desconocidas”, la pócima de la angustia.
Elisabeth Hardwick –fundadora de The New York Review of Books- leía para poder escribir. Y escribía en cualquier superficie. Por ejemplo en una máquina de escribir vetusta que tenía en su apartamento del West 67th Street. La máquina estaba en el comedor. Escribía fumando un cigarrillo tras otro, porque era la época dorada del tabaco, cuando nadie había dicho aún que el placer de fumar te lleva a la tumba. Escribía en pequeños blocs de notas que por algún motivo incierto escondía entre los cojines rojos de su sofá de terciopelo. Joan de Segarra esconde libros en las librerías que visita para fastidio de los dependientes, como un juego travieso de un niño mimado. Elizabeth prefería jugar al cache-cache consigo misma, escondiendo sus escritos. Imagino que llegó a encontrarlos.
La escena en el salón de Elizabeth Hardwick se componía de la siguiente forma: abría libros y los dejaba abiertos en las alfombras, en las mesas y en las sillas. Como una biblioteca desordenada, una especio de nido donde cobijar su creación. Lo peor para ella era tener que cerrarlos una vez había finalizado el libro en cuestión. Cerrar un libro, poner un punto final a una historia, era para ella como terminar un viaje e iniciar un período de soledad.
Una anécdota. Hannah Arendt visita a su vieja amiga Mary McCarthy en su casa de Maine. Arendt está estirada en el sofá con las manos detrás de la cabeza y la mirada perdida en el techo del salón. “¿Qué está haciendo?” preguntó un alguien que contemplaba la escena. “Está pensando” contestó Mary.
No puedo evitar sentir una envidia inmensa por aquellos que pueden componer en sus cabezas. Componer música, poemas o historias. Yo no consigo saber lo que pienso hasta que no lo he escrito. Lo cierto es que cuando vuelvo a leer aquello que está en el papel tengo la sensación de que ha sido redactado por un chimpancé. Escribir es un proceso físico y jamás sé porqué aquello que digo un lunes no lo he dicho un viernes. A Hannah nunca le faltó un espacio para sí misma, porque tenia todo el espacio del mundo en su cabeza. “Está pensando”. No recuerdo cuándo fue la última vez que pensé sin pensar en nada.
Una de las cuestiones principales a la hora de abordar un pensamiento o un texto, es decidir quién habla. Una vez decidida a empezar una narración cualquiera, es normal sentir la duda sobre cómo denominar a la voz que explica la historia. ¿Debo nombrarme a mi misma como “yo” o como “ella” o como "él", o quizás "nosotros"? ¿Cuál es el limite de mi mundo?
“Dios ha llegado en el tren de las cinco” dijo Bertrand Russell a su amigo John Maynard Keynes, una tarde en Cambridge.
Dios esta vez viajaba en tren bajo el seudónimo de Ludwig Wittgenstein.
En su Tractatus logico-philosophicus , escrito en 1921, Wittgenstein comienza diciéndonos que "el mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas" . También sostiene que "el hecho, es el darse efectivo de estados de cosas", mientras que dicho estado de cosas "es una conexión de objetos (cosas)" . En consecuencia, el mundo será la totalidad del darse efectivo de conexiones entre objetos.
Ahora bien, se dijo que el lenguaje se constituía en un mapa del mundo, vale decir, de la realidad. Por lo tanto, los límites del lenguaje serán los límites del mundo. Y si ocurre que el lenguaje natural tiende en ocasiones a rebasar dichos límites, ello se debe a que es imperfecto. De ahí que haya que encontrar en el lenguaje una estructura lógica que constituya su esencia. Dicha estructura lógica será el lenguaje ideal.
Pero sucede que las proposiciones mediante las cuales se describe la estructura lógica del lenguaje no son ni proposiciones significativas ni sin sentido, sino absurdas. Por consiguiente, no habrá, hablando con propiedad, metalenguaje. Así, el Tractatus todo no es más que una escalera para acceder a cierta visión correcta del lenguaje y del mundo; pero es necesario "arrojar la escalera después de haber subido por ella"
Me pregunto si alguna vez Ludwig y Adolf Hitler jugaron juntos, con el mismo balón, en el patio de su escuela de Viena. Las casualidades quieren que estos dos hombres compartieran colegio (Gimanasio se llamaba en la época) en la capital austríaca aún bajo el esplendor del imperio de Francisco José de Habsburgo y Sisí. ¿Fueron capaces sus coetáneos de preveer lo que después ocurriría viéndolos posar serios ante el camarógrafo?
Lo dicho : ¿cómo debo denominarme? ¿Yo? ¿Ella? ¿Él? ¿Nosotros? ¿Ellos?
Continuará....
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